Una vida con dirección pero sin sentido.
Los habitantes de otros tiempos padecían muchas desgracias, propias de lo primitivo del mundo en el que vivían. Sin embargo, ellos poseían algo invaluable, algo que a nosotros nos fue arrebatado desde que nacimos y nunca pudimos siquiera darnos cuenta de que nos faltaba.
La cultura “moderna” donde nacimos, crecimos y nos desarrollamos se adueño hasta de nuestro tiempo.
Nos hicieron creer que nuestro descanso, nuestro ocio, es tiempo “libre” que nos pertenece. Nunca entendimos que solo existe como parte de nuestro trabajo; es el tiempo mínimo necesario para que nuestros cuerpos y mentes no colapsen irremediablemente por la exigencia a la que son sometidos.
No entendemos que no nos pertenece, no es “nuestro” tiempo, es el tiempo que obligadamente nos hacen tomar para que luego podamos volver a nuestras tareas recargados, listos para desempeñarlas mucho más eficientemente.
Todo es medido con la vara de la “productividad”. Todo lo que no nos sirva, directa o indirectamente a nuestras obligaciones es innecesario, inútil, desechable.
Vivimos, pensamos y descansamos en un mundo capitalista, donde la producción es el único bien, el único valor legítimo. El saber por el saber en si mismo no tiene sentido. Solo aprendemos lo que luego nos servirá para nuestros trabajos, aunque más no sea indirectamente. Ya no concebimos aprender, estudiar o reflexionar sobre algo, solo por el placer de hacerlo, ya a nadie le importa entender la realidad que los rodea, mientras esa realidad no sea la de su oficina.
Miro a mi alrededor y veo gente sin ideología, sin principios, sin motivos ni pasión. Empecinados en vivir la vida de la forma más “normal” que les sea posible. Estudiar, sólo para luego poder trabajar; trabajar solo para luego poder descansar; descansar solo para luego poder morir. Una vida dictada por reglas que ya vienen prefijadas, que no las deciden, reglas que comparten con el resto de todos los mamíferos que habitan el planeta: crecer, sustentarse, reproducirse y morir. Una vida con dirección pero sin sentido.
Muchos esclavos, mientras no eran observados, agregaban nudos a los retazos del látigo de su amo. Los agregaban aún sabiendo que cuando los azoten, cada uno de esos nudos incrementaría su castigo, su dolor. Lo hacían, porque ahora, de esa forma, eran al menos “dueños” de ese dolor; ahora ese sufrimiento ya no les era impuesto, lo aceptaban, se adueñaban de él.
Nosotros, sin darnos cuenta, así nos creemos felices, conformes; haciéndonos dueños de nuestro destino, nuestra condena, nuestra agonía.
Hernán Di Lorenzo.