Darwin, el incomprendido.

 

Si Darwin pudiera caminar entre nosotros, entendería que es un incomprendido, que su dialéctica jamás fue del todo asimilada; sentiría que su intención de tratar de entender de forma racional las leyes que gobiernan la naturaleza no fue en lo más mínimo así comprendida. Darwin nos trae una forma de comprender la complejidad de la evolución de las especies a través de un mecanismo abrumadoramente sencillo, el más simple de todos, lo que él decidió llamar: la selección natural. Valiéndose de una suerte de navaja de Occam, él nos intenta hacer entender que lo que ha impulsado la evolución de la vida en nuestro planeta no fueron complejas reglas dictadas por un Ser Superior o por una misteriosa filogénesis oculta detrás de las leyes de la naturaleza; sino, simplemente, la constante e inevitable competencia de los individuos por su supervivencia.

 

Hubo también, sin embargo, antes de Darwin, quienes intentaron explicar, sin recurrir a la simplista premisa bíblica que todos los seres vivos fueron diseñados por Él, la diversidad y aparente antigüedad de la vida en este planeta. Uno de ellos fue Lamark, quien, en principio, debería sentirse más conforme que Darwin, puesto que aparentemente, aún hoy, es más aceptada (aunque casi nadie sea conciente de ello) su teoría de la evolución que la que planteó unos años mas tarde su sucesor.

    

Ha llegado la especie humana al fin de su camino evolutivo?

 

        Todo esto comenzó hace ya unos cuantos años atrás, cuando un amigo se acercó a comentarme que no podía comprender porque la mayor parte de sus compañeros piensa en los “Hombres del futuro” como seres de inteligencia inimaginable, con sus respectivos cráneos sobredimensionados, y por si todo esto fuera poco, entre otras alteraciones, con sus pies carentes de sus simpáticos dedos meñiques. Yo, en ese momento, asentí desprevenido, adhiriendo a la susodicha “creencia popular”. Fue entonces, cuando, aprovechando el estado de indefensión en que me encontraba, mi interlocutor refutó mi anterior respuesta con un ya masticado argumento. Al escucharlo, y luego de pensarlo por unos segundos, comprendí la solidez de su explicación, e inmediatamente retrocedí sobre mis anteriores declaraciones, aceptando que el hombre del futuro, en lo que concierne a la visión darwiniana de la evolución, se conservará tal como lo conocemos hoy.

 

En lugar de intentar comprender el mecanismo planteado por Darwin que impulsa la evolución de las especies, muchas veces las personas intentan buscar la forma de evitar que éste entre en contradicción con su ya preestablecida idea de un hombre siempre sujeto a las reglas de la evolución.

       

        Esta visión errónea de la evolución, diría, por ejemplo: dado que el hombre moderno usa zapatos, al menos, en principio, no necesitaría hacer uso de los dedos de sus pies para aferrarse e impulsarse sobre el suelo, como lo hacen el resto de los animales. De este modo, con el paso de los siglos, la especie iría perdiendo progresivamente esta innecesaria característica, quedando al final del camino, un hombre con unos pies, desde nuestra perspectiva, de una estética poco atractiva.

 

        El error en estos argumentos puede aclararse fácilmente recordando algo ya muy conocido: la información genética de un individuo no sufre modificaciones “intencionales” a lo largo de su vida, es decir, el hecho de que no use los dedos de mis pies, no implica en lo más mínimo, que al momento de reproducirme, y transmitir mis genes, estos incluyan el “dato”: nunca los usé, ya no los necesito. Ver las cosas de este modo es ignorar parte importante de la teoría genética moderna, de la cual se deriva inmediatamente que el contenido del núcleo celular, la información genética de cada individuo, se encuentra especialmente protegida de cualquier tipo de modificación.

       

        La teoría plateada por Darwin, resumiendo, y para lo que ahora nos acomete, diría:

En cualquier momento dado, cada uno de los individuos de una especie es único; cada uno de ellos tiene una determinada cantidad de diferencias en relación a los individuos de las generaciones anteriores y a los otros individuos con quienes convive. Algunas de estas diferencias le otorgarán una ventaja respecto de sus competidores (de la misma u otra especie), y a través de éstas, el individuo obtendrá mejores chances de sobrevivir, aumentando conjuntamente sus posibilidades de reproducirse, y así lograr que estas ventajosas cualidades puedan trasmitirse a la siguiente generación.

 

        Ahora, al aplicar esto a la especie humana, no puedo dejar de preguntarme: ¿que es lo que puede hacer a una persona tener una ventaja evolutiva con respecto a sus compañeros, o peor aun, con respecto a sus competidores de otras especies?

 

El hombre civilizado, a diferencia de cualquier otra especie, al hacer uso de la tecnología desarrollada por el mismo, deja hace ya mucho tiempo de competir con otras especies por su supervivencia. En lugar tener que adaptarse constantemente al medio que lo rodea, único motor de la evolución, opta cómodamente por modificarlo según su conveniencia (en lugar de "modificarse" a si mismo).

 

La civilización, por obvios motivos éticos, se niega a aceptar que los individuos carentes de las mejores características sean librados a su suerte. Todos los niños, sean estos, ágiles, fuertes, o todo lo contrario, tendrán las mismas chances de sobrevivir y formar su familia, pues, afortunadamente, no vivimos bajo un régimen nazi, donde cualquier desviación del ideal “perfecto” es rápidamente eliminada (tal como ocurre en la naturaleza). La misma naturaleza de cuyas inmorales reglas hemos logrado escapar haciendo uso de lo único que nos hace humanos: nuestra capacidad de comprender una realidad mucho más profunda de lo que pueden abarcar el resto de los seres vivos que comparten el planeta con nosotros. Esta capacidad, nos otorgó, este otras maravillosas ventajas, la posibilidad de aislarnos del competitivo medio donde nos encontrábamos, deteniendo al mismo tiempo el único impulsor de nuestra propia evolución. La selección natural finalmente perdió su efecto sobre nuestra especie, dado que las chances de sobrevivir de cualquier hombre en nuestra sociedad, poco tendrán que ver, como se explicó al comienzo de este ensayo, con cuan largos sean los dedos de sus pies.

 

Por último, para evitar que muchos de ustedes se preocupen, pensando que detener nuestra propia evolución pueda ser perjudicial para nuestra reputación como especie, quisiera aclararles que no somos los únicos en esta empresa. Cucarachas, iguanas, cocodrilos, escualos, escorpiones, ornitorrincos, demonios de Tasmania, nautilus y los recientemente redescubiertos celacantos, hace ya varios millones de años que detuvieron sus respectivas evoluciones. Estas especies, a pesar de todavía encontrarse en un medio altamente competitivo, alcanzaron un "diseño", al cual no existe modificación posible que le otorgue mejores chances de sobrevivir; es decir, son “perfectos” en el medio donde se encuentran. Nosotros, a diferencia, en este terreno, seríamos solamente unos novatos, puesto que, según los registros fósiles, el hombre se perpetuó como especie no evolucionante hace aproximadamente 20.000 años.

 

 


Por Hernán Di Lorenzo.