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Soliloquio de un investigador argentino:
¿Qué impide la realización efectiva de los derechos humanos, aquí y
ahora?
Bien visto, conforme la fundamentación jusnaturalista, no se puede
negar que somos seres humanos, por lo que si la condición es “ser
humano”, y porque se trata de una inmanencia, la misma se encontraría
satisfecha.
No va. Acudamos a la visión del positivismo jurídico: es menester
contar con instrumentos normativos que consagren los derechos humanos.
¡Eureka! Estamos atiborrados de derechos humanos. La Nación argentina,
cual hipocondríaco en botica, ha adquirido –perdón, ratificado–,
cuanto pacto o convención internacional anda boyando en el inmenso mar
normativo.
Tampoco va.
¿Qué nos falta?
¿Es que no somos tan humanos? Después de todo, lo de la oblea ya pasó,
fue durante la dictadura. Ahora podríamos acuñar otra consigna: “los
argentinos somos, con esta democracia que supimos conseguir, realmente,
derechos y humanos”.
Parece que, con o sin “cliché”, la cuestión no se resuelve.
¿Es que nuestras ratificaciones e incorporaciones constitucionales de
derechos humanos no sirven?
Por lo menos, no parece suficiente. Si se tratara, solamente, de
ratificar pactos y convenciones de derechos humanos, estaríamos cuando
menos clasificados para los cuartos de final en el campeonato de los
humanistas y con chances para las semifinales.
Ahora con mayúsculas, exhibiendo cierta desesperanza: ¿QUE NOS FALTA?
Primera aproximación: NOS FALTA SABER QUE SON Y COMO SE INSTALAN LOS
DERECHOS HUMANOS.
Segunda aproximación: NOS FALTA UNA ESTRUCTURA SOCIAL ADECUADA PARA LA
REALIZACION DE LOS DERECHOS HUMANOS.
¿Y qué es lo que tenemos hasta aquí?
Incorporamos los principales instrumentos normativos, y tenemos la
convicción que somos, cuando menos, humanos (bípedos implumes).
Pues entonces, que no parece mucho lo que hay que lograr: simplemente,
entender un poco más de estos derechos, y adecuar la realidad social
para que los recepte y no para que los rechace.
Sí; formularlo es simple. Hacerlo, un parto de los montes.
2
Tareas deconstructivas para el parto de los montes:
Escribir cien veces: no basta con ser humano para tener, por eso sólo,
derechos humanos.
Escribir cien veces: no basta, para tener derechos humanos, con
incorporar textos sacrales de derechos humanos.
Escribir mil veces: ni nombrarlos –a los derechos humanos– cuando no
se sabe qué decir ni hacer.
Sepultar, impiadosamente, la utilización de los derechos humanos como
una imagen cuasi-televisiva; ficción perversa, como la de la peor
serie.
3
Bocetos para la construcción de un saber en materia de derechos
humanos:
3.1: Los derechos humanos son distintos de los derechos subjetivos;
arquetípicamente, del derecho de propiedad privada, que es su sagrado
paradigma.
3.2: Los derechos subjetivos han sido instrumentados para resguardar la
propiedad privada de los que tienen; están pensados para el sujeto
poseedor a fin de que pueda preservar, circular, intercambiar, acumular
y acrecentar lo “suyo”.
3.3: Los derechos humanos deben ser pensados a partir de los que no
tienen, que deben “acceder”, “ingresar” al mundo jurídico. Su
punto de partida es la desposesión del derecho reconocido en la norma.
Los derechos humanos son instrumentos para la humanización de los
desposeídos, una herramienta de su libertad, como seres humanos y como
pueblos.
3.4: Los derechos subjetivos no requieren de ningún cambio en la
estructura social existente. Por el contrario, repelen todo cambio
social. 3.5: Los derechos humanos, como veremos, requieren de cambios
profundos en la estructura social y en la forma de pensar el derecho.
4
Ejercicio práctico:
Camine hasta la librería más cercana y compre un ejemplar de la
Constitución Nacional. Exija que sea una edición que contenga los
tratados internacionales de derechos humanos incorporados por la reforma
del año 1994. Si no es así, está adquiriendo una edición a la que le
faltan más de 400 artículos.
Tome lápiz y papel; a medida que vaya leyendo los derechos contenidos
en la Constitución Nacional marque, con un SI o un NO, al lado de cada
cláusula, los derechos que usted efectivamente tenga y ejercite en su
vida cotidiana.
Ha terminado usted su ejercicio. Reflexione ahora frente a la columna de
los NO: ¿por qué NO?
La mayor parte de los NO, aseguro, estarán encolumnados junto a la
mención de los derechos económicos, sociales y culturales (empleo,
condiciones dignas de empleo, vivienda, salud, educación, alimento,
jubilación, esparcimiento). Y si se ha detenido a reflexionar,
seriamente, frente a los derechos civiles y políticos, también habrá
unos cuantos NO.
No me equivoco, seguramente, si la razón de tantos NO es: “...porque
me falta plata...”.
¿Entonces, los derechos humanos, son mercancías?
¿Hacía falta, acaso, poner en textos sacrales a los derechos humanos,
para terminar con que sólo se los puede tener si se tiene capacidad
patrimonial?
¿Dicen, acaso, los preámbulos –solemnes– de las declaraciones y
tratados de derechos humanos, que los mismos son posibles, están a su
alcance si, y sólo si, tiene la mercancía “dinero”?
No. Los textos de derechos humanos no dicen que se necesita capacidad
económica para ser titular de estos derechos.
¿Están mal redactados?
¿Nos engañaron?
¿Cuál es la trampa?
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Comprobaciones elementales:
5.1: No están mal redactados; y tal vez no quisieron engañar a nadie,
ni sabían que tendían una trampa a la inteligencia.
5.2: Cada uno, ser humano o pueblo, es titular jurídico de esos
derechos, porque todos los enunciados sobre derechos humanos emplean los
cuantificadores universales “todos”, “para todos”, o su forma
negativa “nadie”, “ninguno”.
5.3: Evidentemente, no basta con ser titular jurídico para ser titular
real, efectivo, de esos derechos. 5.4: Tampoco sirve pensar que esos
derechos le están permitidos a cada uno; sino que es indispensable que
estén en la capacidad efectiva de cada uno.
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Propuestas efectivas, alternativas:
6.1: Dicen los teóricos, tan abiertos como brutales, del modelo
neoliberal (F. Fukuyama, por ejemplo): “...despojémonos de los
derechos que comporten un gasto, porque ni las empresas ni los Estados
se encuentran en condiciones de sufragarlos...además, para qué
mantener la competencia si el socialismo está muerto...”.
6.2: Dicen los teóricos, hipócritas e igualmente brutales, del modelo
neoliberal (espacio a llenar con cuanto político y/o economista ande
suelto de cuerpo por el bipartidismo gobernante): “...déjenlos a esos
derechos; mejor que se piense que se tienen...de negarlos se encarga la
realidad...”.
6.3: Decimos nosotros: “...hay que realizar esos derechos que se
vienen proclamando desde la Declaración Universal, hace más de 50 años,
porque en ellos está la dignidad de la condición humana...”.
Asígnese el lector a la alternativa que concite su preferencia. Si
eligió 6.3, puede valer la pena y justificar su tiempo que siga leyendo
este ensayo.
7
Barriendo obstáculos epistemológicos:
Por “obstáculo epistemológico” entendemos una deformación en la
metodología de la investigación científica que, centralmente,
consiste en reducir a las nociones e institutos ya conocidos todo lo
nuevo que surge de la experiencia y evolución social.
Si en algún campo del saber se evidencia hasta groseramente esta
deformación de la construcción científica, ese campo es el de la
denominada ciencia del derecho, o saber jurídico. No hay cientista
-creemos– más tentado a creer que cuanto más antiguo es un instituto
o una relación, mejor para ese instituto o relación social. Dicho de
otra forma, que nada nuevo se ha creado tras el derecho romano.
Cuando aparece alguna relación nueva, la primera reacción del jurista
es la de “reducir” la figura emergente a una noción ya conocida. Si
no encaja, se recorta “lo que sobra” del nuevo instituto, hasta que
su contorno coincida con alguna noción antigua; si aún tras el recorte
persisten diferencias entre lo nuevo y lo conocido, o viejo, entonces al
nombre del instituto, conocido, se le acopla la expresión sui generis,
que no significa mucho –suerte de cajón de sastre de la semántica–
que sirve para alertar que la definición del nuevo instituto cojea
levemente.
En cuántos fallos, particularmente de nuestra Corte Suprema de Justicia
de la Nación, gusta decirse: “...esta Corte tiene dicho, desde
antiguo...”, y sigue el dislate del caso.
Pensemos –con humor– en un hombre que padeciendo de gangrena en una
de sus piernas es llevado al quirófano por el cirujano, quien
arremangado y con una botella de whisky en su mano le expresa al
alarmado paciente: “...vamos a operarlo conforme una antigua técnica;
así que ahora se va a tomar dos buenos vasitos de este excelente
whisky, mientas lo amarramos a la camilla, le pongo un taco de goma
entre los dientes y con este lindo serrucho ponemos fin a su
sufrimiento... y a su pierna...”.
De allí que al emerger la noción de derechos humanos, la postura
mayoritaria entre los juristas ha sido la de asimilarlos, prontamente, a
los derechos subjetivos. Como la figura emergente se da un poco de
patadas con la de derechos subjetivos, algunos optan por el agregado del
sui generis. Otros, entre los que nos incluimos, buscamos, inversamente,
descubrir y describir las diferencias entre los derechos subjetivos, clásicos,
y la emergencia de la noción de derechos humanos, sabiendo
–opresuponiendo– que al reducirlos a la noción de derechos
subjetivos, se “mata” los derechos humanos.
Claro que este reconocimiento de las diferencias estructurales entre uno
y otro tipo de derechos apareja otras secuelas; tal vez la más
importante sea que pretender una estructura apta para el crecimiento y
desarrollo de los derechos humanos en una estructura prevista y pensada
a la medida de los derechos subjetivos, termina por fagocitarse a los
derechos humanos, dejándolos como estructuras desvertebradas, puramente
nominales.
Veamos, por tanto, esos rasgos diferenciales de ambas estructuras jurídicas:
Derechos Subjetivos: intereses individuales jurídicamente protegidos.
Derechos Humanos: necesidades humanas socialmente objetivadas.
Tal vez estas semblanzas no le aporten mucho al lector. Sugerimos el
ejercicio de pensar las diferencias entre una necesidad –por ejemplo,
el alimento– y un derecho subjetivo –por ejemplo un yate lujoso–.
Examinemos las posibles diferencias de estos sustratos materiales,
alimentos y yate lujoso.
La necesidad del alimento es un universal “para todos”, o
“todos”; el interés es sólo eso, la expresión de lo que satisface
a uno.
La necesidad no puede dejar de ser satisfecha; se va la vida en ello; el
interés vale para uno, y sólo uno le atribuye la medida de su
importancia; por supuesto, en la vida personal de cada quien.
Pero si el lujoso yate o el indispensable alimento sólo pueden tenerse
en función del intercambio, como mercancías, las diferencias empiezan
a difuminarse, son cuantitativas y no cualitativas. Podría sostenerse
que lo que diferencia a una y otra mercancía es la cantidad necesaria
de dinero para poseerlas.
Sugerimos, por tanto, que debe haber mecanismos distributivos y
redistributivos de la riqueza, en la estructura social, que acumulen
recursos a favor de posibilitar el acceso de los desposeídos a la
satisfacción de aquellos derechos considerados humanos porque vienen
presupuestos en el cuño del universal; esto es, para todos.
Como todo derecho, los denominados humanos deben ser exigibles. Aquello
que no puede ser exigido, no es un derecho. Y derecho es aquello que
generalmente se realiza; lo que nunca puede ser realizado no puede
presentarse como el contenido de un derecho.
Pero debemos poner de relieve una sustantiva diferencia entre la
exigibilidad de los derechos subjetivos y la de los derechos humanos.
Para los derechos subjetivos el orden jurídico provee de acciones que
compelan al deudor a dar, hacer o dejar de hacer lo que le es debido al
acreedor. Esto es, que el acreedor es un sujeto titular de derechos que
frente a una arbitraria turbación de lo suyo, puede poner en marcha un
mecanismo jurisdiccional de reclamo para que cese la turbación de lo
“suyo”. Inversamente, en el caso de los derechos humanos, el tramo más
importante es el del “acceso” al derecho; esto es, poder reclamar el
ser puesto en la posesión efectiva del derecho reconocido en la norma
jurídica. La tutela jurisdiccional de los derechos humanos se completa
mediante los mecanismos que reponen el goce del derecho o hacen cesar la
arbitraria turbación del mismo. Repetimos: primero, asegurar el acceso;
recién luego, asegurar que ese acceso y permanencia en el ejercicio
efectivo de los derechos humanos no sea turbado por un acto u omisión,
de la autoridad o de particulares.
Ahora bien, cómo se accede a los derechos humanos. Volvemos a remarcar
que el “acceso” al derecho es el tramo más importante de una política
de derechos humanos.
El acceso al derecho comporta, esencialmente, el poner en conexión la
necesidad con la satisfacción social de esa necesidad. No es, por ello,
un mecanismo eminentemente jurisdiccional, pero debe contar, en todos
loscasos, con una garantía judicial de su efectividad en el supuesto
que algo obste a esa realización.
Si los derechos humanos no son mercancías –y bregamos por profundizar
esta distinción–, la estructura social debe proveer de mecanismos que
pongan en conexión la necesidad –sustrato material que subyace a cada
derecho humano–, con la satisfacción social de esa necesidad.
Es decir, que el acceso no sólo que tiene que estar formulado en la
norma de derecho, sino que la estructura institucional debe indicar los
mecanismos –las teclas que deben pulsarse–, para que dicho acceso se
produzca, efectivamente, en el mundo material y cotidiano que es donde
se padecen las necesidades.
Y aquí está el gran problema: ¿quién es el responsable de proveer
ese acceso para quienes carecen de los recursos económicos para tener
el derecho reconocido en la norma jurídica “para todos”?
No debe haber vacilaciones en la respuesta a este crucial interrogante:
el responsable es el Estado (local, provincial, nacional e
internacional).
Y a la pregunta, que muchos cientistas “anclados” en la noción de
derecho subjetivo pueden formular: ¿y por qué el Estado está obligado
a proveer el acceso?, la respuesta, también sin vacilaciones, es:
porque al reconocerse derechos humanos en la normativa del Estado, sea
por la Constitución, las leyes o tratados internacionales, el Estado
adquiere una obligación de resultado; esto es, que el derecho
reconocido en la norma es exigible por todo aquel que se encuentre
efectivamente desposeído y deba acceder al derecho reconocido.
Esta no es una formulación personal nuestra, aun cuando la compartamos
plenamente y creamos haber aportado a su formulación a través de
desarrollos sobre la antijuridicidad objetiva que comporta la desposesión
de los derechos humanos reconocidos por el Estado. Quien tenga interés
en profundizar sobre esta obligación de resultado y la antijuridicidad
objetiva de la desposesión de los derechos, puede consultar por
Internet, a través de algún buscador, y empleando los nombres de sus
autores. En primer lugar, por supuesto, el de Asbjorn Eide, tal vez el
experto en derechos humanos de mayor renombre mundial, más luego, por
Eduardo Barcesat.
Desde luego, estas formulaciones teóricas que apuntan a conocer y
fortalecer la noción de derechos humanos tropiezan con muchos
adversarios, favorecedores del mantenimiento del statu quo; es decir, de
la prevalecencia del sistema de los derechos subjetivos sobre la nueva
noción de derechos humanos.
La exigencia es clara: debe proveerse de un modelo político
institucional que habilite la realización de los derechos humanos, y no
que sea un obstáculo, estructural y epistemológico, para su realización.
Por tanto, creyendo –buenamente– haber aportado a la necesaria
distinción entre derechos subjetivos y derechos humanos, como también
el acreditar que el modelo dominante es el de los derechos subjetivos, y
de allí la enorme dificultad en realizarlos, empezaremos la extensa nómina
de derechos humanos incorporados a nuestro acervo normativo,
examinaremos los requisitos de una estructura político-institucional
adecuada para el acceso al derecho de los desposeídos.
8
El Reino de este mundo (dicho sea con licencia de don Alejo Carpentier):
Para una política de derechos humanos, hay que invertir en ello, hay
que ponerle “mangos”, para decirlo claramente.
No se puede hablar seriamente de derechos humanos, sin asumir lo que
refiere a la inversión, al gasto social que implica la realización de
esos derechos. Ponerlos en una norma de derecho es prácticamente
gratuito, norequiere mayores erogaciones, pero llevar ese derecho a la
realidad de la vida material, para todos, eso sí comporta un gasto, una
inversión.
Por tanto, los derechos humanos deben ser expresados y reconocidos como
tales en las leyes que denominaremos “estomacales”, como lo es la
del presupuesto de la Nación.
Tendrá que competir, la política de derechos humanos, contra otros
gastos. Nombramos los más importantes: gasto de la deuda pública y,
bastante más distante en su cuantía, gasto del aparato burocrático
del Estado.
Hay que ejercer opciones.
¿Vale más la vida de un niño desnutrido que “honrar la deuda”?
¿Vale más la salud de la población que “honrar la deuda”?
¿Vale más la educación pública y gratuita, que “honrar la
deuda”?
¿Vale más la provisión de empleo y condiciones dignas de trabajo que
“honrar la deuda”?
Podríamos proseguir con estos interrogantes donde se contraponen los
principales derechos a la frase más estúpida que ha acuñado la política
argentina en este último tiempo.
De modo que hablar de derechos humanos, aquí y ahora, comporta
necesariamente hablar de la deuda.
Al que diga que hablar de la deuda es “mezclar los derechos humanos
con la política”, lo desafiamos a que nos acredite cómo puede
hablarse seriamente de derechos humanos, sin incorporar las erogaciones
que requiere una política de derechos humanos.
En otros ensayos y elaboraciones hemos abordado el tema del
imprescindible control de validez de la denominada deuda externa
argentina (también aquí remito a Internet a quien desee ampliar el
examen del tema).
Respondemos, nuevamente, a la pregunta que muchos nos han formulado
sobre porqué hablar de control de validez de la deuda externa, en lugar
de propiciar, directamente, su no pago.
Decimos: porque primero queremos que se establezca quién es, realmente,
el deudor, y quién, realmente, el acreedor. Porque queremos que se
investigue cuánto remesan al exterior, bajo la forma de pagos por
transferencia de tecnología (royalties, patentes, know how, etc.), las
empresas radicadas en la Argentina, a sus casas matrices en los países
centrales. Y porque es indispensable que el principio liminar hoy
receptado en el art. 36 de la C.N. –ya que compró un ejemplar de la
C.N. le recomiendo, vivamente, leer esa cláusula– impone de una vez
por todas que quienes hayan contratado con usurpantes del poder político
sepan que ninguna acción tienen en el derecho, porque quien contrata
con un ladrón, con un asaltante del poder, a conciencia de que se trata
de un ladrón, incurre en un acto nulo de nulidad absoluta e insanable y
que no obliga -el acto concertado con el ladrón– al Estado de Derecho
basado en la supremacía y observancia del texto constitucional.
Esto es, que a los presuntos acreedores no sólo hay que enterrarles el
pretendido crédito, sino también la petulancia de sentirse o creerse
acreedores.
No sólo que la denominada deuda externa carece de legitimidad alguna,
porque sus actos no fueron concertados, como establece nuestra
Constitución Nacional, por el Congreso de la Nación, sino que en términos
de intercambio económico, es seguro que hemos remesado por cada dólar
recibido en calidad de empréstito, en un año, de dos a tres dólares
en calidad de pagos por transferencias de tecnologías.
Aunque no sea un personaje digno de ser citado, debe recordarse que el
“teórico” que mejor expuso el tema ha sido el actual embajador de
EE.UU., James Walsh, al sostener que podemos atrasarnos o incumplir
parcialmente con los pagos de la deuda, pero no aprobar la ley de
patentes que EE.UU. pretende, eso es “causal de guerra”. Repugna hoy
día, cuando los políticos del sistema hablan de “renegociación
consensuada” de la deuda, o de “reprogramar” los pagos.
Todas esas formulaciones comportan el reconocimiento de la legitimidad
de la deuda. De una deuda pública que, como pretendemos que se
determine, ha sido contraída mayoritariamente por un usurpante del
poder político, un ladrón. Tirar para adelante las obligaciones ilegítimas
no resuelve ni conjura el problema económico e, inversamente,
constituye una suerte de barniz de legitimidad respecto de la deuda.
Y a los juristas, pobres de argumentos, que
sostienen que la aprobación de los pagos de la deuda, efectuados a través
de cada ejercicio presupuestario, comportan sanear el posible vicio de
carencia de legitimidad de la deuda, nuestra respuesta es meterles la
cabeza dentro del art. 36 de la C.N., a fin que adviertan que se trata
de una nulidad absoluta e insanable, por lo que aún siendo –estos
juristas y políticos– arquetipos gerenciales de los intereses de las
empresas monopolistas trasnacionales, y de los centros y organizaciones
financieras internacionales, su “servicio” a los intereses de los
poderosos de poco habrá valido para mejorar la total carencia de
validez de la pútrida deuda externa.
Por tanto, que abordar el control de validez de la denominada deuda
externa es una exigencia ineludible para una política de derechos
humanos.
Pero no alcanza con ello. Es menester, cuanto menos, abordar otras dos
variables institucionales: la de la dependencia tecnológica
y la de la
política fiscal.
No puede admitirse que las filiales locales de empresas trasnacionales
giren sus utilidades a las casas centrales disfrazadas bajo la forma de
pagos por transferencia de tecnología. Esas utilidades deben
reinvertirse en el país donde se desarrolla la producción, y deben
tributar, previamente, como beneficio que son.
Seguramente que una modificación de esta naturaleza comportará un
necesario desarrollo científico y tecnológico propio de los
argentinos, revirtiendo el estancamiento y desjerarquización del
conocimiento en que estamos inmersos. Enhorabuena.
El tercer requisito de modificación del sistema es el de la política
tributaria. Deben gravarse la riqueza y el consumo suntuario, no el
consumo común, de bienes y servicios indispensables.
Una política fiscal sensata es aquella que obtiene, entre un sesenta y
un ochenta por ciento de la recaudación, de los gravámenes a la
riqueza, y que recauda sólo entre un veinte y un cuarenta por ciento de
gravar los consumos.
Ahora bien, tras esta copernicana reforma para generar un modelo
institucional apto para la política de derechos humanos, se genera el
interrogante sobre quién y cómo administra estos recursos a modo que,
efectivamente, cumplan con la finalidad de proveer el acceso a los
derechos humanos de los desposeídos.
Evidentemente estamos en una situación muy desventajosa para garantizar
que el aparato burocrático del Estado que conocemos, sea la estructura
apta para la redistribución de los recursos obtenidos mediante las
reformas apuntadas.
No es la solución –creemos– apostrofar y denostar toda forma de
Estado. Por el contrario, se trata de una de las instituciones y de las
buenas palabras de la política que hay que recuperar.
Pareciera que no existe mejor reforma que la de democratizar el Estado,
hacerlo más horizontal y participativo, achicar las distancias entre
sociedad civil y aparato de Estado; generar articulaciones que enlacen,
con efectividad, el ejercicio y el control de ejercicio de las funciones
estatales. Por tanto, que en la distribución de los recursos generados
por las reformas, debe mediar una gestión y control de gestión
difusos, plurales, con participación igual de todos los sectores
interesados y la renovación periódica de autoridades.
Debe extenderse el aparato del Estado en cargos de mayor cercanía con
la sociedad civil y sus organismos
representativos. El ciudadano debe conocer el rostro y la biografía de
cada autoridad. Acrecentar el sentido de igualdad entre gobernantes y
gobernados; igualar las condiciones de existencia social entre unos y
otros. Funcionarios que se desplazan en alargadas berlinas de vidrios
polarizados y tal vez blindadas, generan irritantes desigualdades frente
a los “de a pie”.
Todo este actual “circo” de achicar los gastos de la política es
absolutamente inútil, tanto por su insignificancia económica, como por
concentrar aún más, en pocas manos, las decisiones institucionales y
la administración de los recursos. Hace más distante y vertical al
poder. No es exagerado decir que se reintroducen estructuras y vivencias
propias a las dictaduras militares.
La expuesta no es una descalificación infundada o gratuita. Debe señalarse
sobre el peligro de la concentración de poder en pocas manos. Además
de ejercerse abusivamente las facultades hiperpresidencialistas, tal
como lo previnimos en la Convención Nacional Constituyente cuando se
debatieron los letales acuerdos del Pacto de Olivos, ahora ya no sólo
que el Poder Ejecutivo ha avasallado y anulado al Poder Legislativo,
mediante la ley de concesión de facultades extraordinarias, sino que el
avasallamiento llega al mismo Poder Judicial, pretendiendo prohibirle
los juicios contra el Estado a consecuencia de la ley de “déficit
cero”.
Legisla el ejecutivo y pretende, en más, establecer que el Estado sea
injusticiable y, por supuesto, incobrable. De aquí a una monarquía
autocrática queda muy poco por transitar. Y además, no parece que
enfrentemos una monarquía ilustrada, sino una recreación de Ubu Rey o
Desde el jardín.
Otra secuela tremenda de esta degradación institucional es que los
partidos y agrupaciones políticas reproducen en su interior esta misma
verticalización y concentración de poder. No son estructuras
horizontales de debate y participación constructiva, sino templos del
poder donde se reverencia y construye la política en torno a una figura
hegemónica; estructuras monoteístas donde la creencia reemplaza al
saber y la “iluminación” del líder, carismático o pretendidamente
carismático, desplaza la construcción democrática del saber político.
No es un dato menor que la vida interna de los partidos y agrupaciones
políticas es una anticipación de lo que harán al llegar al poder.
La conclusión que se deriva de este ensayo es que el modelo vigente y
su estructura político-institucional son un obstáculo, tanto
estructural como epistemológico, para la realización de la política
de derechos humanos.
Y, por supuesto, que los integrantes de partidos y agrupaciones políticas
portadoras del modelo, son absolutamente inútiles para la efectividad
de los derechos humanos.
Hay que removerlos, superarlos.
* Profesor
Titular de Teoría General y de Filosofía del Derecho; de Derechos
Humanos y Garantías Constitucionales, Facultad de Derecho, UBA. Docente
de la Maestría en Derechos Humanos de la Universidad Popular de Madres
de Plaza de Mayo.
Estando en
prensa este ensayo ocurrieron los hechos del 11-09-01. Aportamos nuestra
opinión mediante un trabajo que circuló por la red de Derechos Humanos
en Internet. (www.alsurdelsur@wanadoo.es)
¿Crimen? ¿Acto de guerra?
¿Qué se hace?
El hecho del 11 de setiembre de 2001 –y utilizo la expresión
“hecho” para no inducir postura alguna desde el inicio de este
ensayo–, convoca a múltiples abordajes, primero para intentar su
categorización; luego, para examinar cuál es la respuesta debida. Este
ensayo se inscribe en el propósito de aportar a un abordaje jurídico
del mismo. De allí los tres interrogantes que encabezan este trabajo.
Entiendo que se lo debe nominar como crimen de lesa humanidad, como
genocidio, ya que satisface todos los requisitos de la figura. En
efecto, se trata de la eliminación de un grupo como tal, bastando la
sola decisión del agresor para definir cómo se procederá a ese
aniquilamiento, fundado en razones raciales, étnicas, religiosas, políticas,
o de cualquier otra índole, como bien establecía la primera Declaración
Solemne de la Asamblea de la ONU al condenar el crimen del genocidio.
¿Un crimen puede ser un acto de guerra? Entiendo que para que un crimen
pueda categorizarse como acto de guerra, cualesquiera sea la dimensión
del daño inferido, el acto de agresión debe partir de una autoridad
estatal. Esto es, que aun cuando el crimen sea de una dimensión y cuantía
dañosa que supere posibles actos de guerra, la inexistencia de un
Estado responsable, por haber dispuesto dicho acto de agresión impide
considerar al mismo como acto de guerra, con o sin declaración formal
de guerra.
Estas consideraciones son determinantes al momento de definir cómo se
actuará frente al crimen.
Va de suyo que la persecución debe ser legal, ante un estrado judicial,
encabezada por un órgano jurisdiccional con competencia internacional y
con imperio para hacer cumplir sus decisiones. Esto, que resulta tan
obvio, sin embargo, no aparece en las noticias sobre cómo se operará
en la investigación y debida sanción legal de los responsables,
intelectuales y materiales, de un acto atroz y aberrante, crimen de lesa
humanidad, y por tanto insusceptible de beneficios como la prescripción
de la acción penal, la amnistía, el indulto, o el asilo político de
sus responsables.
Como bien se ha señalado en reciente declaración
del CELS, el Tribunal Penal Internacional de La Haya resultaría el órgano
jurisdiccional internacional con competencia arquetípica para
desarrollar la investigación, disponer las capturas y efectivizarlas
con la colaboración de los poderes de policía locales, sometiendo al
debido enjuiciamiento y castigo a autores y partícipes penalmente
responsables.
Pero se da la situación, por todos conocida, que
EE.UU. no ha ratificado la Convención Internacional de Roma que da
nacimiento al órgano jurisdiccional penal internacional, porque –como
siempre– se siente por sobre todo otro poder.
Aún así, podría pensarse que una autoridad jurisdiccional interna a
los EE.UU. tendría competencia para promover el proceso de conocimiento
y decisión contra los autores responsables, toda vez que el crimen ha
producido efectos en territorio de los Estados Unidos. Nuevamente, que
sepamos o se nos informe, no existe autoridad jurisdiccional de ese país
con intervención y conducción de la debida investigación y sanción
legal.
Inversamente, el Congreso de la Nación de EE.UU. procede como si se
tratare de un caso de guerra, otorgando facultades militares y poderes
decisorios extraordinarios a favor del presidente de la Nación, con lo
que se saca el tema de su contexto normativo propio.
Ahora se trata, entonces, de una represalia, un
regreso al preterido modelo de la denominada responsabilidad objetiva;
esto es, que basta ser, o ser considerado miembro de un grupo, por
cualesquier razón, sea religiosa, étnica, racial, nacional o política,
para que ese sólo signo de pertenencia al grupo, represor o
represaliado, habilite a ejercer nuevos actos de fuerza, de unos contra
otros, o de todos contra todos. En definitiva, un inadmisible descenso
de la conciencia jurídica universal, lo que es decir de la civilización.
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Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema |
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